He conocido a gran cantidad de personajes más o menos famosos y a los que profeso más admiración (véanse Aznar o César Vidal) o menos (Rajoy o Arenas). En casi todos los casos mi reacción ha sido la misma: un par de besos, alguna palabra de agradecimiento y las fotos de rigor. Todo en un ambiente cordial y distendido, lejos de ser una fan histérica y agobiante.
He asistido a varias de las manifestaciones de la AVT y he podido ver las consecuencias de los atentados de ETA en carne de las víctimas. He escuchado sus palabras de absoluta impotencia y admirado su coraje.
En Madrid coincidió que me encontré, nada más y nada menos, que a María San Gil. Estaba enfrente mía. Y me pasó lo que nunca me había pasado en presencia de ningún personaje conocido. Me quedé mirándola fijamente embargada por la admiración y al borde de las lágrimas. Estaba absolutamente arreactiva. No tardé en perderla de vista tratando de fijar su imagen en mi cabeza.
Pues ella, como yo, conoce a las víctimas en primera persona. La diferencia es que elle se juega la vida cada día. Porque ella pertenece al cada vez más pequeño grupo de políticos con ideas propias y valentía para defenderlas entre asesinos.